lunes, 10 de octubre de 2011

Las monadas de Valentina

Hoy es el dia de la “salud mental” y por esta razón cuelgo este cuento que versa sobra la locura. Nuestras vidas se hallan plagadas de locura, la de los locos y la de los no tanto. Si los “normales” no nos dejáramos controlar por nuestra mente, éste sería una planeta mucho más feliz. Por eso les entrego esta historia y que los haga reír.
Las monadas de Valentina
Paula Stewart
La familia Zángamos era lo de más tradicional.  Excepto por uno de sus miembros: mi amiga Valentina.  Hasta el pelo marcaba una diferencia con los demás: motudo y enrulado; ascendiendo hacia el cielo cual grito.  Su pelambre rojiza le atribuía un aspecto estrafalario que se acentuaba por su tamaño –inusual en el pueblo Oriental.
-“No sabés lo que me pasó hoy en el bondi.  Iba colgada del pasamanos y vino un mamado.  Me miró…me miró.  Después empezó a gritarme, la voz gangosa: vos sos un macho, no me engañás, sos un macho” – me contaba.
Reconozco que en ella todo tenía un tinte de rareza.  Un cuarto lleno de fetiches que semejaba un museo.  Amigos melenudos y harapientos, nada agraciados.  Una boca de negra que desafiaba sin querelo.  Pero además, Valentina usaba pollerones largos, sacones de hombre y a veces, unos sombreros que la volvían todavía más llamativa.  Los Zángamos, muy formales, se desesperaban.  Su personalidad me fascinaba.  Esas pasiones y constantes cambios me hacían sentir aburrida e insípida.
Un mes se convertía en yogui y pasaba el día meditando.  A veces al entrar a su cuarto por entonces, la encontraba en posiciones nada ortodoxas.  Las piernas enganchadas detrás del cuello, el resto del cuerpo apoyado sobre las manos mientras se balanceaba como un gran medallón.
Al siguiente mes se dedicaba a fabricar muñecos.  Tamaño natural.  En un material esponjoso que les confería aspecto de reales.  Así que en este período, la casa se llenó de estos invitados ausentes que descansaban por doquier.  Un día entré al living y saqué a uno de los títeres para ocupar el asiento.  Casi me desmayo cuando me dijo:
-“Por favor, tenga cuidado, soy paralítico.”- me rogó el hombrecillo de ojos tristes.
Lucía aniñado y rígido.  El torso normal del muchacho se prolongaba en unas piernas tronchadas tornando su presencia en algo carnavalesco.
Pero de todas las etapas, la de la mona fue la peor.  Enseguida de llegar, instalaron a la mona Canela en el fondo.  Le compraron una casita.  La ataron con una cadena.  Y como vivía cerca de un gomero, lo trepaba una y otra vez.  Entraba y salía de su guarida.  Mostraba los colmillos.  Daba volteretas.  Nadie imaginaría –al verla así de libre- atravesando el océano en una jaula.  Mi amiga se tomó la cosa muy a pecho.  Todos los días se veía la hirsuta cabellera flotando por el jardín.  Las raciones del animalito consistían en postres, chajás, bananas.  Los chillidos de la mona se oían enseguida. Agudos, espaciados y luego, intermitentes.  Sospecho que en esos tiempos, Canela se alimentaba mejor que cualquier habitante de la casa.
-“Estoy segura que fuiste vos…¿quién más le va a sacar el postre a Canela?” – se quejaba Valentina.
Pronto el fondo de convirtió en la visión de una batalla campal.  Papeles de caramelos.  Pedazos de tela.  Heces, plátanos.
Un buen día, el Sr. Zángamos resbaló sobre una cáscara de banana.  Con un bastón castigó al primate…mientras a mi amiga se le caían las lágrimas.  El episodio selló una etapa de odio entre Canela y el padre.  Apenas se veían, comenzaban los gritos y chillidos.  Iiii, ia ia ia.  Se mostraban los dientes, los ojos diminutos.
A uno de los integrantes de la familia le había dado por disfrazar a la monita.  De noche, supongo, se deslizaba en el jardín.  La visión de Canela disfrazada rayaba en lo grotesco.  Una mañana amanecimos con una bailarina de tutú rosa.  La hicieron bailar, darse vueltas.  La delicadeza del tutú contrastaba con los ademanes.  Se buscaba las liendres, se rascaba los pezones y axilas estirándose en el pasto.  Ejecutando piruetas.  Y el vaporoso vestido volaba por los aires.
Otra mañana nos esperaba un cocinero.  La cabeza coronada por un enorme sombrero.  El cuerpo raquítico envuelto en un delantal blanco.  Sujetaba un palo de amasar y por momentos, queriendo morderlo, sufría ataques de rabia.
Otras veces vestía algo más simple: un sombrero estrafalario.  Una sombrilla.  Una descomunal cartera.
De todas las vestimentas la del hada se destacaba.  Con unos tules celestes y una vara en forma de estrella.  Cada vez que rozaba algún objeto, agrandaba la trompa.  Y la susodicha profería unos gritos que acabarían con cualquier encantamiento.  Enfin, nos hallábamos ante tal versatilidad de atuendos que la familia despertaba preguntándose:
-¿De qué estará vestida hoy?
Pero como les contaba, el verdadero infierno comenzó cuando ataron a Canela a la casita.  No se trataba del mono disfrazado, ni de la mugre, ni de las payasadas.  Sino de un simple acto: el onanismo.  A veces, cuando descansaba el bicho, se oía un fuerte suspiro de alivio salir de todas las ventanas.
Imaginen las visitas.  La familia entera debía ensayar.  Actuar indiferencia, sorpresa, desagrado.
-“Pero, ¡qué lindo monito!”- exclamaba algún espontáneo.
Cuando el embarazoso movimiento se hacía más evidente…tratábamos de llamar la atención sobre un tema o el mobiliario…pero llegaba el instante fatídico en que se volvía inútil.  Al grotesco balanceo sobrevenía otro cuestionamiento.
-“¿Es mono o mona?”
Esta inquisición no siempre continuaba.  De vez en cuando se escuchaba un neutro:
-“Se llama Canela”- casi susurrado.
Hubo –en más de una oportunidad- un silencio incómodo seguido de una no tan discreta exclamación.
-“Pero, ¿qué hace?”
No faltaba el grosero que agregaba:
-“¿Siempre es asi?”
Silencio.  Ruido de vasos.  Toses.
Una tarde, la Sra. Zángamos tuvo la iniciativa de correr la cortina.  De ahí en más, a la menor señal de alarma, los invitados quedaban en la penumbra.   Ese día fatal, Valentina volvió a sollozar.
-“¡Me tienen harta! En esta casa no se puede vivir”
Al día siguiente, Valen y Can parecían dos mellizas.  Las dos disfrazadas de Mickey, con unas máscaras adaptables.  El cuerpo de mi amiga se acurrucaba y las dos daban volteretas.  Sacaban las trompa. Se rascaban y chillaban al unísono.  Valen no volvió a entrar.
En vano me enviaban a llevarle alimentos.  Tuvimos que atarla a la casita con una cadena.  Existía el peligro de que se resfriara si se iba por ahí. ¿O quiensabe? Quitarse la vida.  Espantar a la gente.  Que la aplastara un auto.
No tengo mucho más que contar ya que dejé de visitar a las monas.  Eso si, supe después por conocidos que las cortinas quedaron definitivamente corridas.  El jardín prácticamente clausurado.